El 2 de agosto de 1492 las tres naves estaban listas para
zarpar, con toda la tripulación y provisiones para un largo viaje. Al día
siguiente la expedición partió rumbo a las islas Canarias, a las que llegaron
el 9. Allí repararon las embarcaciones, recargaron provisiones y el 6 de
septiembre volvieron a zarpar poniendo proa hacia lo desconocido.
Colón calculaba que deberían navegar unas 700 leguas
(3.500 km.) más para llegar a las tierras del gran Kan (la China).
A principios de octubre muchos comenzaron a impacientarse
y algunos propusieron regresar. Colón consultó con sus capitanes y Martín
Alonso Pinzón propuso ahorcar a los que no quisieran seguir, diciendo que si
no se animaba el almirante lo haría el mismo, “porque no había de volver
atrás sin buenas nuevas”.
Durante la noche del 11 al 12 de octubre, Colón sostuvo
que había sido él el primero en ver las luces de la tierra que pensaba
asiática, quitándole el honor y la recompensa de 10.000 maravedíes al humilde
marinero de la Pinta, Juan Rodríguez Bermejo, sevillano nacido en Triana.
Los que insisten en festejar el Día de la Raza el 12 de
octubre se verían en problemas si se confirmaran las recientes
investigaciones que afirman que el grito del llamado Rodrigo de Triana se
produjo el 13. Pero, puesto que tal número se identificaba con la mala suerte
y que el 12 de octubre era la fiesta de Nuestra Señora del Pilar, patrona de
los Reyes Católicos, y caía ese año en viernes, día de la pasión de Jesús, el
almirante habría cambiado la fecha a su antojo para quedar bien con sus
benefactores.
El 12 o el 13 de octubre, Colón y sus hombres estaban
frente al islote de Guanahaní (actuales Bahamas), al que Colón llamó San
Salvador. Don Cristóbal confiaba en haber llegado al Asia, aunque se
asombraba de no toparse con los clásicos mercaderes chineos, sino con gente
“muy bella y pacífica” que tomaba las espadas por el filo por desconocer las
armas de guerra.
Ni Colón ni los reyes tenían la menor noción de haber
“descubierto” un nuevo continente. Seguían pensando que habían llegado al
Asia, pero de todas maneras se sintieron con derecho a apropiarse de estas
tierras y sus habitantes, sobre los que dice el almirante: “Son la mejor
gente del mundo y sobre todo la más amable, no conocen el mal –nunca matan ni
roban-, aman a sus vecinos como a ellos mismos y tienen la manera más dulce
de hablar del mundo, siempre riendo. Serían buenos sirvientes, con cincuenta
hombres podríamos dominarlos y obligarlos a hacer lo que quisiéramos”.(…)
Aún hoy, algunos textos nos siguen presentando argumentos
muy curiosos para justificar la conquista de América. Hablan de la
“necesidad” de expansión de las potencias europeas, de la búsqueda de nuevas
tierras, de la voluntad de expandir su fe. ¿Estas “necesidades” justifican
acaso el genocidio y la imposición de diferentes modos de producción y
diferente cultura? Es una notable curiosidad que civilizaciones que han
basado su poder y riqueza en la imposición de la propiedad privada no la
respetaran cuando se trataba de “salvajes”.
El propio Ginés de Sepúlveda, gran teórico de la conquista,
lo admite en un diálogo de suDemócratas alter: “Si un príncipe, no por
avaricia, ni por sed de imperio, sino por la estrechez de los límites de sus
estados o por la pobreza de ellos, mueve la guerra a sus vecinos para
apoderarse de sus campos, como de una presa casi necesaria, ¿sería guerra
justa?”. Se responde a sí mismo: “No, eso no sería guerra justo sino
latrocinio”.
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